Hace mucho, mucho tiempo hubo un reino; pero no era un reino muy lejano. Era un reino muy, muy, muy alto. El reino se llamaba Villa Celeste y estaba encima de una gran nube con forma de corazón. Como en todos los reinos, había un castillo y en el vivían el rey Víctor que tenía una gran barba de color naranja, la reina Mía que siempre usaba sombreros, pero nunca repetía el mismo, y la princesa Alba a la que le encantaba pasear con su pony Clementina. Un día, cuando la princesa Alba paseaba con Clementina por el bosque de algodón de azúcar, escuchó un llanto. Era un pequeño dragón de apenas un año el que lloraba, dentro del hueco de un árbol. La princesa Alba le pidió que saliera de su escondite, le prometió que no le haría daño y cuando lo hizo, le curó una herida que tenía en la pata con un pequeño botiquín que siempre llevaba por si se caía cuando salía a galopar con Clementina. Cuando el pequeño dragón se calmó, le contó a la princesa Alba todo lo sucedido: —Mi nombre